Por Pablo Vargas | pvargas@revistalevelup.com.

Hay novelas que atrapan por su trama, y otras que inquietan por lo que dejan expuesto de la condición humana. Presunto inocente, publicada en 1987, hace ambas cosas al mismo tiempo. Scott Turow, abogado y escritor, no solo construye una historia judicial milimétricamente estructurada, sino que crea un relato oscuro, íntimo y profundamente humano sobre la culpa, la ambigüedad moral y los límites del deseo.

La historia comienza con un crimen: Carolyn Polhemus, fiscal del condado, aparece brutalmente asesinada. La sorpresa llega pronto. El fiscal a cargo de la investigación, Rusty Sabich, no solo era su colega, sino su amante. Y cuando la evidencia empieza a apuntar en su contra, el caso da un giro: Rusty pasa de investigador a acusado, y se ve forzado a defender su libertad… y a reconstruir su versión de la verdad.

Pero Presunto inocente no es solo un thriller judicial. Es un estudio psicológico de un hombre al borde del colapso. La voz narrativa en primera persona nos sitúa dentro de la mente de Rusty, que es todo menos confiable. Desde las primeras páginas, entendemos que estamos frente a un narrador complejo: inteligente, culto, emocionalmente reprimido… y profundamente humano en sus contradicciones. Su relato está impregnado de justificaciones, dudas, silencios. Y eso convierte la lectura en una experiencia mucho más inquietante que un juicio tradicional.

Turow logra algo notable: convertir el sistema legal en un escenario no solo de acusaciones y defensa, sino de introspección moral. El juicio de Rusty no se libra únicamente en la corte; se libra en su memoria, en sus emociones, en su incapacidad para separar lo que siente de lo que sabe. Porque esta no es solo una historia sobre si mató o no a Carolyn. Es una historia sobre lo que está dispuesto a admitir —y a ocultar— incluso de sí mismo.

Uno de los aspectos más potentes de la novela es cómo se explora el deseo. No como un simple motor narrativo, sino como una fuerza desestabilizadora. La relación entre Rusty y Carolyn no se presenta como un simple affaire. Es compleja, desigual, a veces cruel. Rusty está enamorado, pero también cegado, manipulado, culpable. Y esa mezcla de deseo, frustración y resentimiento es lo que vuelve la historia tan cargada emocionalmente. La sexualidad en la novela no es un escape, sino un arma.

A nivel formal, Presunto inocente destaca por su precisión narrativa. Turow escribe con sobriedad, pero no frialdad. El lenguaje legal está presente, pero nunca abruma. Es parte de la atmósfera: una red de procedimientos, tecnicismos y estrategias que, más que acercarnos a la verdad, parecen distorsionarla. Esa es quizás la crítica más sutil de la novela: que en el sistema judicial, la verdad importa menos que lo que se puede probar, lo que se puede ocultar o lo que se puede convencer.

Y cuando llega el final —inesperado, demoledor, magistral— uno no siente alivio. No hay justicia restaurada, ni cierre absoluto. Solo una sensación amarga de ambigüedad, como si todo lo ocurrido fuera una pieza más de una maquinaria donde las pasiones humanas siempre terminan contaminando cualquier búsqueda de objetividad.

Presunto inocente no ha envejecido. Su fuerza sigue vigente porque trata temas que no pierden peso con el tiempo: el deseo como impulso destructivo, el poder como distorsionador de la verdad, la culpa como sombra que no se borra. Es, sin duda, uno de los mejores thrillers legales jamás escritos, pero también una novela literaria de altísima calidad, que no teme mirar de frente a la parte más turbia de sus personajes… y del lector.

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