La luz de la luna se colaba entre las persianas. La joven aún podía sentir la sangre impregnada en sus manos. La respiración entrecortada. El ritmo cardiaco al borde del colapso. Todo había sucedido demasiado rápido. Su contacto los había encontrado. Veinticuatro horas después, atrincherada en un sucio apartamento, con tres cadáveres en la terraza, un viejo amordazado y una escopeta recortada, su carrera como detective había terminado. Atrás quedaban las medallas y todo por cuanto había luchado. Tenía que cumplir su promesa. A toda costa. A cualquier precio.
La chica apartó la mirada de los cuerpos torturados que yacían sobre el piso. Lo tenía claro, no pensaba dejar testigos. El viejo, su único superviviente de la masacre, tenía los ojos vendados y el rostro desfigurado. Para la joven, el interrogatorio había terminado. No importaba cuantas veces lo golpeara, sus lágrimas no mentían. El hombre no recordaba ninguna mujer llamada Carolina. Él solo estaba ahí para comprar una onza a sus proveedores y ahora se encontraba atado a una vieja silla, con su cuerpo bañado en gasolina.
- ¿Entonces no lo recuerdas? –le preguntó la joven a su rehén–, déjame ayudarte.
La joven le quitó el vendaje a su testigo y lo miró directamente a los ojos. En su mano derecha sostenía una vieja fotografía. Estaba desteñida, pero la imagen era clara. Una niña pequeña de cinco años sosteniendo una muñeca de trapo. El viejo lo entendió. Los rasgos marcados por el fuego. Los ojos llenos de lágrimas e ira. Todo adquiría sentido. Veinte años después, los papeles habían cambiado. La niña de la que habían abusado, quemado y dado por muerta, ahora era la que sostenía en sus manos un encendedor y un galón de gasolina.
La joven sonrió. El viejo lo sabía. Una chispa iluminó la habitación. El calor del encendedor se apoderó de su pecho. La niña cumpliría su promesa.
A toda costa.
A cualquier precio.
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