Por Pablo Vargas | pvargas@revistalevelup.com.

En El coleccionista, John Fowles no necesita castillos góticos ni criaturas sobrenaturales para generar terror. Aquí, la amenaza tiene nombre, rostro y una lógica retorcida que se esconde bajo una apariencia común. Frederick Clegg es un hombre gris, sin grandes gestos ni presencia destacada. Su vida es rutinaria, salvo por una obsesión: Miranda Grey, una joven estudiante de arte a la que observa en silencio, como si fuera una pieza rara en una vitrina.

Cuando un golpe de suerte le da el dinero suficiente, Clegg decide que ha llegado el momento de “tenerla”. No para hacerle daño —al menos no en su propia justificación—, sino para mantenerla cerca, como una de las mariposas que colecciona. Su plan es meticuloso: la secuestra y la encierra en el sótano de una casa apartada, convencido de que, con el tiempo, ella aprenderá a quererlo.

Fowles alterna la narración entre las perspectivas de Clegg y Miranda, logrando que el lector transite un territorio incómodo. Desde la mente de Clegg, el secuestro parece casi razonable; desde la voz de Miranda, la experiencia es una pesadilla de control y privación. El choque entre ambas miradas genera un vértigo constante.

Y es que acá, el terror no radica en escenas sangrientas, sino en la frialdad con la que Clegg normaliza lo inaceptable. No grita, no amenaza con violencia desmedida; simplemente impone un mundo en el que las reglas están hechas para él. Su cortesía se convierte en un arma, y su calma, en una forma de presión psicológica.

Miranda, atrapada en ese sótano, lucha no solo por su libertad física, sino por mantener intacta su identidad. El aislamiento, la falta de control sobre su propio cuerpo y la incertidumbre del futuro erosionan su fuerza. La verdadera tortura es el tiempo: cada día que pasa, la jaula invisible se vuelve más opresiva.

Fowles construye a Clegg como un villano que nunca se percibe a sí mismo como tal. Cree que es un hombre incomprendido, que merece la compañía de Miranda, que su cautiverio es un acto casi romántico. Esa distorsión de la realidad es lo que lo hace tan inquietante: su monstruosidad se esconde bajo una máscara de normalidad.

El lector no puede escapar del dilema moral que plantea la novela: es imposible no sentirse asfixiado con Miranda y, al mismo tiempo, inquietado por lo humano que Clegg puede parecer. La manipulación es tan fina que lo más perturbador no es lo que hace, sino cómo lo justifica.

Al final del camino, El coleccionista es una obra que recuerda que el terror más profundo no siempre proviene de lo que está afuera, sino de lo que se esconde en la mente de alguien aparentemente ordinario. Y que, en manos de ciertas personas, el amor puede convertirse en la más silenciosa de las prisiones.

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